sábado, 20 abril 2024

Un antes y un después

24 agosto 2022
Áurea Martínez
viaje a Tierra Santa

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Cuando los sentimientos afloran, como consecuencia de situaciones vividas en un momento determinado, es conveniente dejarlas sedimentar para que, con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, podamos quedarnos con la esencia de lo vivido.

Viene esto a colación porque, entre las asignaturas pendientes que aún tengo en mi vida, hace poco más de un mes que he visto cumplida la que para mí era primordial: viajar a Tierra Santa, recorrer los Santos Lugares.

Hoy con alegría y con cierta nostalgia, me he puesto a recordar tantos y tantos sitios y momentos inolvidables: la Basílica de la Anunciación, la casa de San José, la iglesia del primer milagro en Caná, donde renovaron sus votos matrimoniales Fernando y Yaya, Agustín y Loli y José María y Pilar. Las homilías de nuestro párroco don Juan Antonio, breves, pero con profundidad evangélica. Sus comentarios bíblicos aportando luz al momento que se rememoraba en el lugar que se visitaba.

Impresionante el Wadi Haman o Valle de las Palomas y el Monte Alber, único camino de Nazareth a Tiberíades. ¡Cuántas veces pasaría por el Jesús!

Cuántas vivencias y cuántos recuerdos…el lugar de la multiplicación de los panes y los peces en Tabgha, el monte de las Bienaventuranzas, el monte Tabor, la Misa en Jericó, en la iglesia del Buen Pastor… la Cruz de Jerusalén símbolo de todas las comunidades cristianas. La renovación de nuestro bautismo en el río Jordán, el río bíblico frontera entre Jordania e Israel, la tierra prometida…Qumran, la ciudad de las dos lunas, el mar Muerto, el Monte de los Olivos, el Dominus flevit, donde Dios lloró. El monte Scopus dominando Jerusalén y parte del desierto de Judea. Y debajo, el Valle de Josafat. La Iglesia de la Dormición, el Cenáculo y la tumba del Rey David. Las ruinas del Palacio de Herodes con el Gallicantu, donde Pedro negó por tres veces a Jesús.

Cada día, cada nueva visita era un afianzamiento de nuestra Fe. Un aldabonazo en la memoria para constatar el fundamento de algo sabido desde niños. No en vano en la carta a los Hebreos se dice que “la Fe es prueba de lo que no se ve”.

Ein Karen, la visita a la Casa de Santa Isabel y a la Iglesia de San Juan Bautista levantada en el lugar dónde éste nació; el Campo de los Pastores, donde el ángel anunció el nacimiento del Hijo de Dios… la Basílica de la Natividad…el barrio judío…el muro de las Lamentaciones… y la serenidad en el alma, al iniciar cada mañana con el rezo de laudes.

La emoción y el recuerdo que siempre perdurará en mí de forma indeleble, es el Vía Crucis por la Vía Dolorosa, cuando comenzaba a alborear el día. Pensar que estaba pisando y andando sobre las mismas piedras que hace casi dos mil años pisó Cristo. Apaleado, con la cruz a cuestas. Y como colofón, la Misa en el mismo Santo Sepulcro, donde estuvo el cuerpo de Nuestro Señor.

Después de estar en Tierra Santa y después de navegar sobre el mar de Tiberíades, traigo el convencimiento de que la barca de la Iglesia, por mucho que los vientos la zarandeen, con Cristo a bordo no se hundirá. Con Dios las batallas se vencen y los milagros tienen lugar.

Un milagro ha sido para mí comprobar que en un grupo tan heterogéneo como eran los integrantes de este viaje, sin embargo la tónica dominante ha sido la colaboración, el afecto, la entrega y la amistad. Éramos treinta y dos personas y siempre tuve sesenta y cuatro manos dispuestas a ayudarme cuando fuera necesario. Tenía miedo por si mis fuerzas físicas pudieran fallar pero en cuanto alguien detectaba una debilidad en cualquiera, allí estaban dispuestos los brazos y los corazones de todos.

Indiscutiblemente, tras un viaje a los Santos Lugares, siempre hay un antes y un después. Y un deseo de volver a empezar, de recuperar el entusiasmo de los inicios, donde todo comenzó. Tal como dijo Jesús resucitado: “Id a Galilea, allí me veréis” (Mc 16, 7).

Áurea Martínez es periodista

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