Un mes y dos días después de que recibiéramos, como surgida de la nada, una carta en la que se nos informaba del cese de nuestro puesto de trabajo, cuatro docentes andaluces mantuvimos una reunión al respecto con Recursos Humanos. Os pongo en situación: un día vas a trabajar y tu madre te llama por teléfono un diez de
diciembre:
–Hijo, qué haces.
–Es viernes por la mañana, mamá. Estoy trabajando.
–Te ha llegado una carta.
–Sabía que era un carril bus, lo sabía.
–Es de la Junta.
–Menos mal. Pues ábrela. Luego me cuentas.
Tú sigues trabajando y tu madre abre la carta en casa. La lee, y al cabo de un rato te dice que no la entiende. Entonces te manda una foto de la misma y lo que dice la carta –permitidme que os traduzca ese idioma tan claro, conciso y nada dado a la ambigüedad que usa la Administración, a uno más comprensible– es lo siguiente:
En base a la sentencia de un proceso judicial que te atañe pero del que no tienes ni idea, ni falta que hace, te sacamos de tu bolsa de trabajo y estás despedido.
Firmado: Recursos Humanos.
Como puedes imaginar, por mi cabeza pasaron todo tipo de conjeturas: desde que un ex alumno había mutado en un murciélago con dislexia años después de haber comido los crepes que hicimos una vez en clase, hasta que el Universo me brindaba la oportunidad de dedicarme a mi pasión oculta: la ociosidad. Tras decenas de conjeturas, fundí el teléfono a llamadas y envié correos electrónicos como para colapsar Gmail, que es lo que por su parte hicieron otros compañeros afectados por idéntico motivo pero de los que yo no sabía nada.
Al parecer, desde el envío de la carta hasta más de dos semanas después, Recursos Humanos sufrió una epidemia de una extraña condición médica que hace que te explote la cabeza al descolgar el teléfono, por lo que el trimestre acabó y nosotros nos despedimos del resto de profes y de nuestros alumnos sin saber qué demonios estaba pasando.
Al día siguiente de acabar el trimestre, la epidemia había pasado, había habido supervivientes, y una mujer de Recursos Humanos. se puso en contacto con nosotros. La mujer se limitó a comunicarnos el cese de nuestros puestos de trabajo y a responder no lo sé a todas y cada una de las preguntas que le hacíamos. Y así es como, veinte días después de aquella llamada, cesados ya de hecho en plenas vacaciones de navidad, tuvieron a bien recibirnos en Torre Triana para explicarnos, por fin, lo ocurrido.
Como no podía ser de otro modo, la reunión, prevista para las diez, se hizo esperar media hora más, y no fuimos atendidos hasta las diez y media, en lo que no era sino el claro subrayado del natural proceder de toda Administración, por si se nos había olvidado dónde estábamos.
Se nos recibió con amabilidad por parte de dos de los cargos que nos atendieron, y con cierta altanería por parte de un tercero que llegó unos minutos más tarde aún, como le es propio a la justicia, pues no en vano esta tercera persona era uno de los responsables del área jurídica, así como el único con el negro distintivo de todo villano: una mascarilla de dicho color a juego con un chaquetón de esos tipo michelín que hace frufrú a poco que te muevas.
Tras explicarnos lo ocurrido y lo que habían hecho y por qué, con toda afabilidad, así como con la cordialidad y la camaradería propias de un comercial que pretende venderte un cacharro de cocina que no necesitas y no usarás nunca jamás en tu puñetera vida pero que, merced a su labia, te conduce a una situación en apariencia irremediable en la que tu vida depende de comprar dicho aparato, comenzamos a hacerles preguntas. Al margen de dichas preguntas, más o menos acertadas, mejor o peor abordadas por ambas partes, me quedo con una de las respuestas más significativas que nos dieron.
Como bien sabe todo el que haya seguido, merced a las exiguas pero existentes noticias que han logrado colarse en algún que otro medio sin demasiada repercusión (pero a los que estamos más que agradecidos), el cese de nuestros puestos de trabajo es consecuencia del fallo de una sentencia de un juzgado de Sevilla, a raíz de que un particular demandara el modo en el que habíamos accedido a la bolsa bilingüe, acceso que la sentencia estima ilegal dado que se ampara en una mala praxis de la Administración: cuando convocó las oposiciones de 2016, lo hizo aplicando una ley que aún no estaba aprobada. Es decir, hizo algo que no debía.
Aquí es donde entra el sentido común, ese que por desgracia es el menos común de los sentidos (y que bien poco podemos hacer por concretar o definir de forma objetiva), y cuando uno se dice a sí mismo: de acuerdo, la Administración ha cometido un error, pues que lo solucione, y si los efectos de ese error son dañinos, que se tomen las medidas necesarias contra quienes han cometido dicho error. O sea, que asuma responsabilidades.
Pero las cosas, ay, no funcionan así. Y claro, nosotros, que de derecho sabemos tanto como de la termodinámica del no equilibrio, le planteamos a Recursos Humanos lo siguiente: si este error administrativo ha causado tantos daños, pues cesarnos de nuestros puestos de trabajo supone que dejemos de percibir nuestro salario (a pesar de tener una vacante asignada), que no nos cuente nuestro tiempo de servicio, que haya personas que deban dejar sus casas, sacar a sus hijos del colegio –y un larguísimo etcétera que por desgracia toda persona que se ha visto cesada de la noche a la mañana conoce de primera mano y que no voy a contarle en estas líneas como si fuese un problema mío intransferible y que acaba de ocurrir por primera vez en pleno dos mil veintidós–; decía: si este error que tanto mal genera es un error de la Administración: ¿por qué no paga la Administración? ¿Por qué pagamos los trabajadores? Esta fue la única ocasión en que los allí reunidos frente a nosotros permanecieron callados. Rumiaron al unísono una respuesta, intercambiaron miradas en código, quizás eseoeses camuflados, y finalmente el de la mascarilla negra vino a decir que la Administración no paga por sus errores siempre y cuando éstos no sean conscientes. Aquí debo hacer un inciso.
¿Qué se supone que es un error inconsciente? ¿Redactar una ley o modificar un decreto en estado de hipnosis? ¿Aplicar una orden con carácter retroactivo mientras deambulas, sonámbulo, por las oficinas de Torre Triana?
De modo que todo se reduce a lo de siempre: se equivoca el jefe y paga el trabajador. Puedes reclamar daños y perjuicios, nos dicen, es el único modo que tiene la Administración de pagar por sus errores. Pero claro, para eso uno debe tener dinero, fuerzas y tiempo para entrar en un proceso judicial contra una Administración, es decir: tener la esperanza de vida de Matusalén y la paciencia y la templanza de Job. No hay nada que hacer. La Administración está blindada. La persona que cometió el error, el equipo jurídico que hizo algo que no debía hacer, el órgano que ordena y toma las decisiones pertinentes… Nadie se verá cesado de su puesto, pues a ellos los protege el escudo de la Administración, ese ente sin rostro que no es sino la sede vaticana, la representación en la tierra de ese Dios que es la burocracia y al que tantos fieles ansían entregar sus vidas para evitar ser pasto de las llamas en las que arden cuantos somos sacrificados en su honor.
Pero la respuesta a esta pregunta no se quedó ahí. Insistimos: ¿y qué hay de los alumnos? Esta sentencia no solo hace daño a quienes son reordenados cinco años después en las listas y a quienes somos cesados, sino que repercute negativamente en los alumnos. Deben adaptarse a un nuevo docente, a un nuevo ritmo de trabajo, a una planificación diferente, a ser entendidos por otra persona y a desarrollar nuevas relaciones de confianza. Porque educar no es solo evaluar criterios. Me atrevería incluso a decir que evaluar criterios es lo más alejado que existe de educar; pero si nos ceñimos a lo que hay, ¿qué ocurre, por ejemplo, con alumnos de segundo de bachiller, que están perdiendo un tiempo precioso de cara a su selectividad? La respuesta fue fulminante: eso no son daños. Recursos Humanos nos dijo, literalmente, que el hecho de que un alumno cambie ocho o nueve veces de docente no son daños, sino una práctica habitual sin mayor repercusión, y que el único daño que contempla la sentencia, y que ellos se limitaban a cumplir del modo menos lesivo posible, era el que habíamos ocasionado nosotros al entrar en una bolsa de forma ilícita (conste: por un error de ellos, no nuestro) y posicionarnos por delante de quienes ya estaban en ella (conste: estaban en dicha bolsa gracias a un proceso extraordinario, es decir: sin haber realizado un examen, mientras que nosotros podíamos acceder a esos mismos puestos después de aprobar ambos exámenes en unas oposiciones; no vaya a ser que alguien piense que nosotros hemos llegado a esa bolsa de trabajo a base de haber partido piernas y atropellado todo tipo de derechos fundamentales).
Cualquiera con dos dedos de frente, que hoy día son ya quizá demasiados dedos para una frente, se dará cuenta de lo que esta respuesta implica. Digámoslo con una elegante locución latina: tres cojones le importa a la Administración el alumnado. ¿Por qué no bajan las ratios? ¿Por qué no convocan más plazas? ¿Por qué saberte el padre nuestro ha estado contando para la media de selectividad? Porque la docencia es cada vez más el abominable resultado de un cruce entre un policía franquista y un animador cultural con el fin único de maquillar estadísticas.
Permítaseme volcar aquí una cita de Fellini en sus conversaciones con Giovanni Grazzini, una cita a la que, a pesar de ser más amplia que la medida estandarizada por los sobres de azúcar de las cafeterías, no le sobra ni una coma:
El niño llega a la escuela a una edad en la que los límites entre la imaginación y la realidad, entre el mundo de la conciencia que todavía está en sus comienzos y el mundo mucho más amplio e ilimitado de lo irracional, del sueño, de la comunicación profunda, son límites muy tenues, separados por una membrana muy delgada aún que conserva poros en los cuales se verifican intercambios, ósmosis, infiltraciones inesperadas. Esta especie de estado de gracia que después, con los años, desaparece con rapidez en lugar de reconocérselo y protegérselo como algo precioso, como un depósito áureo de conocimiento, de dilatación de las capacidades vitales, es ignorado de modo programático ya desde el tiempo del colegio y se lo ve casi con recelo, con desconfianza si llega a interferir en ese orden convencional en el que debe encasillarse al niño. Nadie tiene la culpa, forma parte de la pereza mental, del desgano, de la incapacidad con la que por lo general tratamos los problemas de la educación, la distracción de fondo que alimentamos respecto del mundo de la infancia, convencidos como estamos de que el niño es un error total al cual se debe poner remedio.
Destáquese lo siguiente: forma parte de la pereza mental, del desgano, de la incapacidad con la que por lo general tratamos los problemas de la educación. Esa pereza de la que habla Fellini y de la que es víctima la educación, esa pereza que, como el sueño de la razón, produce monstruos, es la clave de todo este asunto, pues es también una de las características, según Larra, propia de los españoles. Dice el pobrecito hablador en su famoso artículo:
La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta:
es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Hacer un análisis pormenorizado de la situación, pararse a pensar, por parte de la jueza, por parte de la Administración, por parte de Recursos Humanos e incluso de un sector de los propios compañeros que cuestionan nuestro proceder y hablan con sumo desprecio de nosotros (hablar de ese animal fantástico que es la conciencia de clase en nuestro colectivo da para otro artículo), como si tuviéramos la culpa de algo, es demasiado complicado para este país. Sentarse a hablar y ponerse en la piel de los demás, estudiar el problema, buscar alternativas, proponer soluciones, nos da pereza. Las cosas aquí son, o bien blancas, o bien negras, pues de lo contrario deberíamos pensar o, líbreme el Señor: cambiar.
Descorazonados por semejante discurso, así como por la abulia con la que la Administración afronta las cuestiones educativas, en un demoledor contraste con la efusividad pasionaria con la que se desgarran la camisa frente a las cámaras para defender una educación de calidad sin parangón, volvemos a casa. Ya lo sabíamos, pero lo hemos constatado: cada vez que un político o un cargo de Educación presume de sistema educativo en televisión, está realizando un ejercicio modélico de posverdad: la emoción frente a la verdad con el fin de modelar una opinión pública que ha sido adoctrinada previamente en las aulas para que no cuestionen los hechos y se limiten a atragantarse con ellos y digerirlos cueste lo que cueste, de modo que lo que resulte de tan empachoso metabolismo sea adoctrinamiento, un adoctrinamiento rápidamente enriquecido por la anestesia con que todo procedimiento burocrático-administrativo narcotiza a la población. Y nadie está a salvo de esto.
También tú, que te piensas libre, serás un día consciente de tu esclavitud al escuchar el ruido de los grilletes que te atan, como a todos, a esta dejadez del vuelva usted mañana, y al fatalismo propio de una burocracia inhumana. Ándate con ojo: quizás tú también has sido emplazado para un juicio en el boletín oficial y justo esta mañana, precisamente el único día que no abres el BOJA mientras desayunas, no te has dado cuenta.