Esta semana cumplo años, cuarenta y nueve, una cifra de la que solo soy consciente cuando relleno algún formulario y tengo que recalcular mi edad. Si no fuese por eso, a pesar de mis canas, y de que los niños me llaman señor, no sabría que me estoy haciendo mayor.
Para celebrarlo, la vida me ha regalado cariñosamente varios golpes en forma de dos nuevas enseñanzas y dos metáforas sobre mi persona que me han dejado descolocado unos días. Tras comentarlas con la almohada, mi autoestima ha empezado a borrarlas. Por eso, antes de que ocurra, quería dejarlas por escrito, para que la mala memoria, su cómplice y, creo, causante de mis desdichas, no me siga haciendo caer una y otra vez en los mismos errores.
Podría recriminarme «te lo advertí», pero no tengo pruebas contra mí mismo, y la realidad pesa más que los vagos recuerdos. Tengo la sensación de que son lecciones ya recibidas, un remake de capítulos vividos, un cansino déjà vu, pero como no las termino de memorizar, esta vez mi cerebro, como se hace con los niños pequeños, me las ha ilustrado para ver si tiene más suerte y puede continuar con su labor de llevarme por buen camino. Lo tiene complicado, ya está el orgullo volviendo a redecorar las cicatrices.
El otro día, volví a caer en la trampa de pensar que mi opinión podía tener algún valor, y me deje engatusar para ofrecerla en público, en un acto por la playa de Balerma que hasta ahora había mirado y comentado desde la barrera. Al final Pedro va a tener razón y hay que controlar a los bocachanclas de los opinadores, que no hacen nada más que ponerse en evidencia así mismos sin aportar nada, salvo ruido, confusión, mal olor y mucho polvo.
Nada más terminar, comprendí, gracias a la primera visión, que aquel polvo, que siempre había imaginado era por estar plantando semillas de las que algún día recogería frutos, cuando muera, terminará por sellar mi sepultura. No estoy dejando jardines, ni bosques con mis palabras, sino cavando mi propia tumba, sobre la que ni siquiera nadie bailará, porque para ellos soy el susurro de un mosquito al que puede que les pique, pero que podrán aplastar cuando sea demasiado molesto. Bueno, ni siquiera tendrán que hacer un esfuerzo, soy casi invisible y de naturaleza efímera.
La otra enseñanza es que alguien al que le tenía, y le sigo teniendo, un gran respeto profesional, decidió que era mejor separarse de mi camino. No tengo muy claro que le incomodó, pero tampoco me preocupa demasiado. Lo que me molesta son todos los satélites que lo rodean que, por sus sabios consejos, han cambiado su trato a mi persona, demostrando que de criterio y personalidad van justitos.
A ellos les dedicaría la frase que la inteligencia artificial, que me conoce mejor que nadie y a la que estoy pensando contratar como asesora, abogada y psicóloga, me regaló en las redes sociales: «Si te hablan mal de mí, créeles, y de paso cuídate de ellos». He buscado, sin éxito, su origen, pero he descubierto cuantos ofendidos hay por el mundo y la mala sangre que tienen.
Mi autocrítica, para que no me viniese arriba, me representó como una nebulosa, compuesta de gas y polvo estelar, y por un momento me sentí halagado, porque siempre he pensado que es ahí donde nacen las estrellas, pero la muy mamona, conociéndome, me la mandó con subtítulos, “…o son el resto de una supernova que acaba de morir”. Un zasca de manual sin anestesia.
Así que con esa visión de mí mismo, la de un mosquito envuelto en una nebulosa moribunda provocada mientras cavo mi propia tumba hablando de lo que no debo y donde no me llaman, comienzo mi camino hacia el medio siglo. Y estarán pensando, además de que les importa un carajo, que debe ser la crisis de los cincuenta.
No les digo que no, pero se me viene a la cabeza otra imagen de un dúo entre Sabina y Nebulossa, para explicarles que, ni más listo ni tonto que cualquiera, a mis cuarenta y muchos largos, siento que estoy en mi mejor momento, solo era cuestión de tiempo, y que voy a seguir igual de calavera, gritando a los cuatro vientos lo que pienso y quiero.
Por cierto, sin la necesidad de entrar en comparaciones, y a pesar del resultado, las críticas y los memes, me gusta más Zorra que SloMo, soy más del mensaje de la canción de María y Mark que la de Chanel, serán cosas de la edad, que ya todo me da igual, y que he aprendido que los que un día te hacen creer que pisas fuerte como una diva, te terminan llamando ¡Zorra!.
Moisés S. Palmero Aranda es educador ambiental
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