martes, 19 marzo 2024

Cristo ayer, hoy y siempre

7 enero 2022
Juan Antonio Moya Sánchez, Sacerdote
Juan Antonio Moya

Juan Antonio Moya Sánchez, sacerdote

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Las personas, como seres contingentes, en el sentido filosófico de la palabra, estamos sujetos a múltiples influencias ambientales y culturales. Esto hace que podamos decir que somos hijos de nuestro tiempo. También nos han marcado las características del espacio geográfico y la zona concreta en la que nos hemos movido. Sin una conciencia lúcida del pasado es imposible reconocernos a nosotros mismos.


Evidentemente, transcurridos los años, nadie somos una reproducción idéntica de lo que fuimos. Todos, gracias a Dios, evolucionamos. Se supone que para bien. Al menos así debiera ser, no solamente porque estamos llamados a dar lo mejor de nosotros mismos, sino porque nuestra meta última, como cristianos, es ser imagen de Jesucristo, el hombre nuevo. Únicamente quien pierde el norte de su vida acaba desviándose por otros derroteros de protervia y autodestrucción. Dado que estamos proyectados hacia el futuro, no tiene sentido querer volver al pasado o “restaurarlo”, como nos advirtió el Papa Francisco, en la Santa Misa de Apertura de la Asamblea Plenaria del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, en el 50 aniversario de su instauración. Con las instituciones, sucede algo bastante similar. También son contingentes y dependen en gran medida de los avatares sociales y del influjo de las formas organizativas y corrientes de pensamiento predominantes.


Cada época tiene sus propios modelos de comunicación y gestión, a los que no escapa, en este caso, la Iglesia. Esto implica que forzosamente tiene que avanzar y evolucionar, adaptándose a los distintos tiempos y lugares donde desarrolla su misión. Sin embargo, hay una particularidad que no podemos olvidar: una de las principales tareas de la Iglesia es conservar y transmitir el Depósito de la fe, que nos remite por una parte a acontecimientos históricos, que sucedieron en el pasado, y por otra parte, a realidades sobrenaturales que han quedado plasmadas en acciones litúrgicas y sacramentales, razón por la cual cobra una preponderancia insoslayable la Tradición, que se convierte en autoridad para los católicos. Además, cuando se trata de acercarse al Misterio y participar, de algún modo, de lo Sagrado, debemos considerar que Dios trasciende el tiempo y el espacio.


Es verdad que, por la Encarnación, se hizo contingente al humanarse en la persona del Hijo, pero fue para que todos podamos acceder a la eternidad de Padre. El deseo de trasladarse a la esfera atemporal de lo sagrado, junto a los ritos que lo favorecen, forma parte de la naturaleza misma de la Religión. A ello conduce tanto la vía ascética como la mística, cuyo rechazo sería una verdadera aberración. Que la Iglesia, y con ella cada uno de nosotros, se mantenga fiel a determinadas prácticas religiosas y expresiones de fe, que han perdurado a lo largo de muchos siglos y han contribuido eficazmente a fortalecer la devoción y la piedad de los cristianos, no supone en modo alguno un anacronismo ni un retroceso.


Menos aún pensamos que se trate de un estancamiento suicida. Al contrario, conservar la praxis más antigua, incorporando los elementos que la han enriquecido con el paso de los años, es una garantía de que estamos ofreciendo lo más genuino y auténtico de nuestra fe. Si peligroso e inoperante es el anquilosamiento de los que quedan atrapados en sueños nostálgicos, más temerario y devastador es eliminar o sustituir cuanto, hasta ahora, ha sido un medio seguro y probado para la transmisión del Evangelio. Lo adecuado y efectivo es que la forma de comunicación elegida se ajuste a las características y naturaleza del mensaje. Obviar esto puede originar una deformación del mismo mensaje, que acabe convirtiéndose en un fraude para el destinatario. Nunca, asimilar los valores del mundo, ha ocasionado beneficio alguno a la Iglesia. Las consecuencias de adoptar, por ejemplo, estilos secularizados, las hemos padecido ya, en un pasado demasiado reciente, como para haberlas olvidado o no haber aprendido la lección. Hacer valer nuestras raíces y nuestra identidad, no es buscar una seguridad impropia de quién ha de abandonarse en la providencia divina, sino ratificar que el único fundamento es Cristo. Y Cristo es el mismo, ayer, hoy y siempre.

Juan Antonio Moya Sánchez
Sacerdote

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