No puedo comenzar a escribir mi experiencia en la Where Is The Limit de El Ejido sin antes hacerle caso a la cuestión que me ronda la cabeza desde casi el inicio de la prueba. Me pregunto quién es el primero que abre camino sobre el territorio, ese que decide el mejor paso entre los accidentes de la naturaleza. Tengo claro que es la misma Naturaleza la que abre ciertas vías que el hombre ha venido usando a lo largo de la historia, pero no me cabe la menor duda de que algún ser humano decidió unir dos puntos distantes solo armado con sus pasos, y a esa persona le siguieron otros muchos hasta conseguir veredas que después, algunas, fueron caminos. Esa es la vida.
No hace tantas décadas que los ciudadanos únicamente contaban con esas sendas para trasladarse a pie, además sin perderse y de la manera más segura, pero la modernidad hace que lo olvidemos. Por ello concedo gran importancia a vivir una experiencia que hace que el hombre se reencuentre con el territorio y con los moradores antepasados de dicho territorio, los que en su día abrieron camino. Llegué a El Ejido por autovía para enfrentarme a la Sierra de Gádor, y no fui consciente de que podía con ella hasta que de pronto me apareció Dalías a muy poca distancia. Había que volver, eso sí, y una vez ascendidos los 420 metros de subida acumulada llegó el reto.
El cansancio en las piernas era mal enemigo para afrontar el que decían desde la organización «un tramo muy técnico que es mejor disfrutar en lugar de arriesgarse». Entré en él en solitario tras haber corrido en fila india todo lo anterior, pero la complicación del primer segmento de bajada hizo que yo alcanzara a los de delante y que los de atrás me dieran caza a mi. Si hasta entonces el compañerismo había sido la nota dominante, con ánimos y advertencias entre todos los compañeros de zancada, desde ese momento fue lo único que existió, produciéndose lo que el deporte y solo el deporte es capaz de lograr. Solidaridad runner frente a terreno imposible.
A medida que se descendía la complicación subía, con las piernas fatigadas y poca capacidad para pensar, pero entre todos ayudamos al accidentado, elegimos el mejor trazo para dibujarlo con las zapatillas entre piedras sueltas y arena y ganamos el segundo punto de avituallamiento. Quedaba lo más fácil de todo, en descenso hacia la meta durante unos tres kilómetros más, pero en gran medida por una pájara sobrevenida y en parte, a buen seguro, por la sensación de alivio de haber superado todo lo anterior, los músculos me dijeron que ya querían parar. Tocó sufrir para hacer que se movieran hasta que en el repecho asfaltado de la alfombra roja encontré a mis dos hijos.
Con ellos entré en meta, con el peor tiempo de toda mi vida. No me importó. Nunca había hecho un trail, y ni mucho menos en esas condiciones. Mi límite lo encontré en el kilómetro 10, y lo rompí, porque de eso se trataba. En medio de mi sufrimiento los compañeros me adelantaban animándome, y la enorme Jo-Anne Barfoot, ganadora en mujeres, tuvo tiempo de subir parte del recorrido buscando insuflar su vitalidad a los que quedábamos. Puesto 90 de la carrera corta. De verdad que no me importa. Mi mujer me fotografió y plasmó mi esfuerzo para que jamás olvide que puedo superarme, y aunque jamás seré Jesús Manuel Rodríguez, que ganó los 13 siendo el único en bajar de la hora, ni Rachid Aid, que superó tímidamente la hora y media para vencer los 22, pero que tengo que ser un luchador.